Un día, un niño: Joel Hernández Santiago

no me veras

No está por demás recordar lo que somos en tiempos difíciles. Nuestra esencia vital, digo. Sobre todo si ese recuerdo se asocia con lo más querido y lo más perdido. Son días de muertos. De recuerdos. De tristeza. De nostalgia. De ausencia. Pero también días de fiesta en México…

Cada día, de nuestra vida actual en nuestro país, la famosa terca realidad nos planta cara y nos muestra uno de sus rostros más temidos y dolorosos: la violencia criminal; la confrontación de unos con otros estimulada desde el gran poder mexicano; el de la pobreza y el desencanto.

También hay quienes festejan esta forma de poder y gobernar: se vale. Es democracia. Y en democracia –dice la teoría- no hay guerras: hay diálogo, hay intercambio de puntos de vista, hay diferencias de opinión y de hacer las cosas pero también hay armonía. Todo ello da vitalidad social.

Pero los días difíciles que vivimos nos envuelven en sus contradicciones y sus turbulencias. Nos asestan cada día el modo y el estilo de gobernar en confronta con lo que queremos muchos  ciudadanos para nuestro hoy y para el futuro. Ser de izquierda es una forma justa de vida. Y muchos la queremos. Hoy no existe esa izquierda en el gobierno. No.

Pero con razón o sin ella, un poco de descanso, solaz y alegría no le hace mal al cuerpo social mexicano tan cansado de las faenas cotidianas; de las acusaciones mañana a mañana, de los pleitos de gobierno con mandantes.

Acudo a una ceremonia escolar. Una ceremonia organizada por el Comité de Padres de Familia por los días de muertos; los días en los que los mexicanos nos encontramos a solas con nuestra conciencia y recapitulamos por nuestra vida que, con todo y todo, es lo más valioso que tenemos.

Y también es una ceremonia por la muerte, sobre todo la de quienes nos duelen más; la de quienes no podemos olvidar y quienes ya no están aquí, aunque ciertamente aquí están, en nosotros, en nuestra sangre y nuestro recuerdo…

De ello habla el maestro Guillermo Martínez Santiago, el director de una escuela pública, primaria ejemplar: la Vicente Guerrero en Santa María del Tule, Oaxaca, en los Valles Centrales. Les explica de forma sencilla, pero al mismo tiempo sabia, la razón de esta ceremonia que es fiesta y respeto por los que se fueron y del enorme sentido que tiene la memoria, sin olvido.

Y a la vista de tanta felicidad y alegría volví a ser niño, por unas cuantas horas; apenas lo que dura un suspiro; lo que dura un tronar de anular con pulgar… Un abrir y cerrar de ojos.

Están todos los niños de la escuela. Sus padres. Sus maestros. Todos acuden pronto al llamado del reencuentro feliz luego de más de dos años en los que no pudieron estar juntos para celebrar las Fiestas de Muertos. Para saber que viven y que la felicidad puede estar en una nuez o en un piñón.

Por un rato olvidan ‘lo que pasa en casa’. La mayoría llega feliz de la mano de sus padres. Vienen vestidos de todos los horrores de la humanidad: dráculas, frankensteins, catrines-calavera de la ciudad, charritos cadavéricos, tehuanas bañadas de flores con rostros ahuesados y flores en el pelo; viene el hombre de paja de El mago de Oz; viene el danzante emplumado salido del Tzompantli craneal; vienen los campesinos con sarapes y trajes de tela cruda blanca y rostros cadavéricos, viene el niño disfrazado de pan de muerto.

Toda la galería del terror son esos niños que juegan, gritan, saltan, bromean, se tocan, corren y corren sin parar de un lado para otro, se dicen lo ininteligible y ríen, y cantan y bailan. Todo ahí es fiesta y movimiento. Alegría sin límites. Padres, maestros, personal escolar los acompañan.

El director de la escuela los mira con fortaleza y afecto; y les aplaude, los consciente, los lleva de la mano, les dice lo que ellos quieren escuchar y los disciplina cuando es necesario, que es pocas veces, porque sabe que ahí está el germen de lo que habrá de ser la vida futura de estos niños: la libertad, un derecho irrenunciable que comienza en el patio escolar.

Ya listos comienzan la ceremonia. Leen sus calaveras literarias. Lo hacen excelente. Los niños en la plazoleta escolar ríen y aplauden; se leen los relatos terroríficos de los niños y niñas de quinto y sexto de primaria. Todos ellos bien puestos y unos…, para pensarse.

Algunos de ellos están nerviosos: una de ellas -¿doce años?-, vestida de istmeña florida, y florida su coronación y rostro momificado por el maquillaje, tiembla, camina temerosa, mide el tiempo en el que habrá de participar, se arropa en su madre, la mira, le pide auxilio con la mirada, le dice que tiene miedo enfrentar la mirada de tantos que nunca la han visto al mismo tiempo.

Gira-gira-gira. Aprieta las manos. Las hojas de su texto tiemblan cuando las tiene en la mano. Pero es fuerte. Saca fuerza de voluntad y, por consejo de su profesor Arnoldo Román Castellanos, respira tres veces profundo y sube al estrado, lee. Lo hace muy bien. Está airosa. El trago amargo ya pasó.

Ninguno de los ahí presentes van a olvidar esta tarde, aunque ahora no lo sepan. Nunca dejarán de recordar aquel día en el que todos eran fiesta y que cada uno era una esfera de mil colores.

Y yo me vuelvo niño. Me vuelvo cada uno de ellos. Me encuentro en su felicidad. Esa que –hoy lo sé- ya nunca volverá; pero que cuando fue lo era sin decir palabras, sin decir aquí estoy, sin notarla siquiera: silenciosa. Era la felicidad de la infancia que uno quisiera que nunca hubiera terminado.

La pátina del tiempo nos quita aquellas carcajadas inesperadas. Aquel brillo en los ojos de mirada sin tristeza y sin dolores del alma. Aquel sentir que el tiempo es eterno y que no pasa nada…

Y aquel llamado de atención a nuestras vidas porque, y es cierto, aún seguimos siendo aquellos niños, aunque lo ocultemos, aunque lo neguemos, aunque el cuerpo nos traicione: somos esos niños, los que están ahí, los que están en nosotros. Los que aun juegan en el patio de la casa… Un día, un niño. La infancia revivida.

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