La tragedia de Beirut que sacude al mundo: Francisco Ángel Maldonado Martínez*

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Una carga de 2 mil 750 toneladas de nitrato de amonio causó una devastadora explosión en el puerto de Beirut que ha convertido a Líbano en centro de atención internacional. La explosión que dio la vuelta al mundo el martes pasado sorprendió por su intensidad y desde los primeros reportes estaba claro que no se trataba de un accidente menor en una de las bodegas de la zona portuaria de una ciudad con gran historia. A la primera explosión que fue moderada, siguió una de gran magnitud que provocó la muerte de al menos 137 personas y causó cinco mil heridos; además, hay un centenar de desaparecidos y 300 mil personas que se quedaron sin hogar. Las imágenes de la explosión recordaron al estallido de las bombas nucleares en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, del que se conmemoraron 75 años también durante la semana pasada. Tenemos el testimonio de la tragedia gracias a personas que grababan con sus celulares los hechos desde las ventanas de sus edificios, y un momento después tuvieron que tirarse al piso ante el poder de la onda expansiva que los alcanzó.

En un país que ha padecido los peores efectos de la pandemia por Covid-19, la tragedia causada por esta explosión se convierte en un cataclismo para los próximos meses y probablemente años. Las autoridades libanesas han informado que los daños podrían rondar entre los tres mil y los cinco mil millones de dólares, considerando la destrucción de la infraestructura portuaria, pero también los alcances de la onda expansiva. Respecto a lo primero influye un factor determinante: la nación libanesa importa el 80 por ciento de los alimentos que consume, incluido el 90 por ciento de su trigo, según datos dados a conocer por el Ministerio de Economía después de lo que hasta ahora se presume como un accidente, si bien se mantiene abierta la hipótesis de un atentado. Entre las pérdidas más significativas está la del principal almacén de granos del país, que contenía el 85 por ciento de las reservas de cereales del país. Una especie de Arca de Noé libanesa, a propósito del tema que hemos tratado en este espacio anteriormente en su escala global: la bóveda de granos ubicada en Noruega.

Detrás de lo que ya es una catástrofe humanitaria, hay una responsabilidad que no se puede obviar. Y esta responsabilidad es la del gobierno libanés, que fue negligente respecto al manejo de una carga peligrosa que según los especialistas era una bomba de tiempo. Y es que el nitrato de amonio permaneció almacenado en el puerto de Beirut por seis años, aunque hubo advertencias de funcionarios de aduanas sobre el riesgo de mantener en resguardo una cantidad tan grande de esta sustancia que se ocupa principalmente para dos cuestiones: la elaboración de fertilizantes agrícolas, en su uso noble; y la fabricación de armamento, en su uso perverso. Esta carga arribó en 2014 en un buque que tenía como destino final Mozambique, pero que fue abandonado en Beirut sin que hasta ahora exista una explicación coherente sobre el origen y destino de este cargamento misterioso.

La falta de una respuesta eficaz a la tragedia, pero también el desgaste de los últimos años, como un gobierno sumido en la inacción a causa de sus pugnas internas, tiene en crisis al presidente Michel Aoun y su gabinete. Pronto, el llanto y los lamentos han cedido ante una creciente ola de indignación ciudadana que pide la salida del actual gobierno por su negligencia e inoperancia. Algunas imágenes han recordado las escenas de la “primavera árabe”, aquella serie de manifestaciones exitosa hace una década, que hizo del clamor popular una fórmula para derrocar gobiernos autoritarios que no ofrecían mejores condiciones de vida a sus ciudadanos. El caso emblemático fue la caída de Hosni Mubarak después de treinta años de detentar el poder en Egipto. Aunque en Líbano estamos a días de la tragedia, no hay que descartar un proceso de movilización parecido en contra del gobierno de Aoun, aun en las delicadas condiciones que impone la pandemia y una previsible crisis alimentaria.

Hasta aquí los elementos del problema inmediato, pero Líbano es un país que se inserta en la compleja inestabilidad de la región de Medio Oriente. Apenas en 2006 se desató una guerra entre este país e Israel, que tuvo un mes de duración, y que causó un gran número de bajas civiles e importantes daños en la infraestructura libanesa. El conflicto fue promovido por Hezbolá, organización que tiene representación política, pero también un brazo paramilitar y que es considerada por Israel, Estados Unidos y la Unión Europea como un grupo terrorista. Hezbolá significa en árabe “el Partido de Dios”. Esta organización ha sido respaldada desde su fundación en los ochenta por Irán y Siria, y en sus orígenes propugnaba por el establecimiento de una república islamista en Líbano aunque después moderó este aspecto de su discurso y se adhirió a la propuesta de una democracia secular. Sus reivindicaciones pasan por la destrucción del Estado de Israel, su vecino y enemigo en las últimas décadas.

Precisamente por el pasado reciente de agravios entre Líbano e Israel es que la explosión del martes pasado fue una sacudida en el tablero político de Medio Oriente y encendió las alertas de lo que podría desencadenarse pensando en la intervención extranjera sobre un acontecimiento inesperado que ha traído dolor y desolación al pueblo libanés. Quizá para atemperar los ánimos y ser un mediador del conflicto creciente que llevó a un numeroso grupo a intentar irrumpir en el parlamento libanés, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, realizó una visita de emergencia a la zona cero de la explosión. Macron, un líder internacional que ha buscado ser el fiel de la balanza en temas globales polémicos, apostó por ser el pacificador en medio de la tragedia; en parte lo hace por el lazo que une a ambos países, ya que Líbano fue parte del Mandato francés a inicios del siglo XX, después de haber sido por siglos parte del Imperio Otomano. En medio de las acusaciones al gobierno libanés, Macron prometió a los ciudadanos que lo rodeaban agilizar la ayuda sin que ésta quede en manos de intermediarios.

En México, tenemos una historia en común con Líbano debido a la inmigración registrada sobre todo en la primera mitad del siglo pasado. Es más, en Oaxaca tenemos esa historia en común, considerando que muchos libaneses que ahora son figuras destacadas del mundo empresarial, político y cultural de México se establecieron en un inicio en el Istmo de Tehuantepec. Fruto de la amistad y solidaridad mutua, en 1962 el presidente Adolfo López Mateos inauguró el Centro Libanés en la Ciudad de México, que hasta ahora conserva la memoria de esta bienhechora inmigración. Por eso México está llamado a ser solidario, así como el resto de países amigos que, a pesar de la pandemia, tienen una responsabilidad común para que la ayuda llegue rápido y Líbano, cuya bandera tiene un cedro verde al centro, sinónimo de fortaleza, salga pronto adelante.

@pacoangelm

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