Para asimilar la nostalgia anticipada del poder, los presidentes de México recurren en el último año de su mandato a las más variadas formas para estampar su rúbrica en la única verdad de la que, persuadidos ellos mismos, buscan también convencer a los demás: cambiamos al país.
Sólo con el matiz de lamentar no haber contado con el tiempo suficiente para realizar todo lo prometido, a ese empeño han dedicado su muy personal estilo los anteriores tres jefes del Ejecutivo: Vicente Fox y Felipe Calderón Hinojosa (PAN) y Enrique Peña Nieto (PRI).
Y si bien los dos primeros convivieron con sus sucesores en la larga transición, más o menos de forma ortodoxa y al mismo tiempo buscaron afanosamente no quedar como la sombra de un poderío que languidece, sin duda nada iguala al momento actual: Peña Nieto prácticamente se hizo a un lado para dejar todos los reflectores –y el poder, aseguran muchos– a Andrés Manuel López Obrador.
La llegada al Poder Ejecutivo del primer político surgido de la izquierda, respaldado por un número de sufragios nunca antes obtenidos por un candidato presidencial, así como un ímpetu que ya ha tenido repercusiones aun antes de protestar el cargo, ha sido en estos meses de franco contraste con el bajo perfil adoptado por el presidente Peña.
Comunicar por mensajes y admitir fallos, la constante
El epílogo de esta administración es, según analistas, de claroscuros. A la par de una relativa estabilidad macroeconómica, la creación de más de 4 millones de empleos, la renegociación del acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá y una buena cantidad de obras de infraestructura, la gestión de Peña Nieto entrega una aguda crisis de seguridad pública, elevados índices de corrupción y un estancamiento, y en muchos casos deterioro, en el nivel de vida de la población.
Aunque buscó utilizar como prenda de vocación democrática y civilizado comportamiento político su inmediato reconocimiento al triunfo de López Obrador, y enseguida se reunió con él para garantizarle una transición ordenada, no revirtió su impopularidad que lo marcaron desde 2014.
Frente a tal debacle, Peña Nieto concluyó como uno de los pocos presidentes que, por autocrítica o sugerencias, más admitió públicamente yerros, insuficiencias y hasta falta de visión o experiencia para el cargo.
Esto fue palpable en la campaña institucional hacia su sexto Informe de Gobierno, en el que asumió haber tratado erróneamente el tema de la Casa Blanca –negando siempre que fuera un acto ilegal–; subestimado el gran resentimiento social ante la invitación a Donald Trump como candidato presidencial, en 2016.
Sin embargo, por esta vía insistió en defender la conclusión de la Procuraduría General de la República (PGR) sobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa de que todos fueron incinerados en un basurero de Cocula.
Y sobre el exponencial crecimiento de homicidios, desapariciones, feminicidios, asesinatos de periodistas y de defensores de derechos humanos, en suma de la violencia en México, el mandatario la refirió siempre sólo como una de las “asignaturas pendientes’’ de su gestión. Y en paralelo, exaltó la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad, si bien no logró hacer válida la Ley de Seguridad Interior que promovió para aquellas.
Pero ante todo, y como todos sus antecesores, ya de salida Peña Nieto porfió: ‘’México se ha transformado’’.
Contra viento y marea, el político que recuperó el poder para el Partido Revolucionario Institucional (PRI) –aunque sólo seis años– se aferró a la aprobación de 14 reformas estructurales como el cimiento y legado que con el paso de los años darán –aseguraba- exitosos resultados para el desarrollo nacional.
Muy a su pesar, empero, las decisiones anticipadas y otras apenas en formulación del nuevo gobierno permiten advertir que algunas de esas reformas serán derogadas, anuladas o incluso se usarán como ejemplo, a la luz de la llamada Cuarta Transformación, de lo que nunca se debió hacer. La reforma educativa será una de ellas.
La compulsión y la legitimidad que no llegó
Dos propuestas al Legislativo turnadas literalmente al cuarto para las 12 y un mensaje en cadena nacional a la manera de quien le escribe una carta a la nación, retratan la forma como caló en el ánimo de Felipe Calderón el fin de su gestión.
Presidente de cuyo triunfo en las urnas dudó siempre buena parte de la sociedad, propuso cambiar el nombre del país para dejarlo sólo en México e instaurar la segunda vuelta en la elección presidencial.
Ya en la víspera, La Jornada consignaba así la despedida de Calderón: “El contenido del mensaje era lo que con la mente decía y se escuchaba con su voz en off. Fueron unas líneas que apenas duraron tres minutos y medio. Acompañado de una música melancólica de fondo’’.
En ese epitafio, el segundo presidente del PAN –partido al que renunció hace unos días– aseguraba: “Más allá de mis capacidades y limitaciones, les aseguro que he puesto toda mi voluntad y mi entendimiento para construir el bien común de los mexicanos...’’
Al ‘‘hijo desobediente’’ el sexenio se le impuso como un tiempo bíblico. Y acudía a la retórica religiosa –“Dios sabe por qué hace las cosas’’– para cualquier obligada explicación.
Luego de su atropellada toma de posesión, anunció el Operativo Michoacán para, con el Ejército, enfrentar la violencia que ya se resentía feroz en el país. Los resultados fueron magros, si bien terminó como herencia indeleble de ese sexenio.
Temperamental, Calderón no pudo dejar certificadas las “manos limpias’’ que presumía como candidato. En su gestión se cumplieron el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución. Al lado de un boato inútil y para el olvido, quedó también la frivolidad de un monumento que no le dice ni significa nada a nadie, pero cuyo desmesurado costo dejó serias sospechas.
Ya hacia la entrega del poder recorrió desenfrenadamente el país para inaugurar y supervisar obras, pedir comprensión y clemencia a los mexicanos y a la historia: “probablemente voy a ser recordado por el tema de la violencia, y probablemente con mucha injusticia’’.
No tuvo que esperar a salir de Los Pinos para enfrentar ese juicio: en las últimas giras fue perseguido, confrontado y acosado por gritos y reclamos de familiares de quienes en algún momento llamó “víctimas colaterales’’.
El desenfreno en el actuar y el decir
Para su último año, Vicente Fox no tuvo ningún disimulo: utilizaría el cargo para inclinar la balanza electoral en favor del Partido Acción Nacional (PAN).
Ello, aun cuando Calderón no había sido primera su opción, pues su inclinación era su esposa Martha Sahagún o su secretario de Gobernación, Santiago Creel.
Con pragmatismo de empresario, no mostró civilidad democrática. Desde inicios de 2006 redobló su desenfreno declarativo para insistir admonitorio y amenazador: no existen “varitas mágicas’’ para resolver los problemas.
Así era la oratoria foxista: los gobiernos del pasado “nos tomaron el pelo como a viles chinos’’ con el populismo de pedir prestado y descuidar las finanzas públicas. Regresar al estatismo “es una absoluta falacia, una absoluta falsedad’’.
El mensaje era obvio: atajar la creciente aceptación de López Obrador y alentar la opción panista.
Presumía logros: 75 por ciento de las familias ya disponía de lavadoras “y no de dos patas o dos piernas, sino de las metálicas’’.
En ese mismo año las consecuencias de su frivolidad se evidenciaban en un auténtico panorama de desgobierno.
En la Cámara de Diputados se denunciaba el enriquecimiento y tráfico con créditos del Fondo de la Vivienda del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado de los hijos de Sahagún, y Fox salía a defenderlos sólo con el argumento de su palabra. No sería el único caso.
A los conflictos sociales como la insurrección de los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación en Oaxaca, la tragedia de Pasta de Conchos, el conflicto en San Salvador Atenco, la represión en Lázaro Cárdenas, Michoacán, respondía dicharachero y con ocurrencias.
Tampoco le importó romper con el Congreso o con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y hasta provocar desaguisados internacionales por referirse despectivamente a los afroamericanos.
Casi de salida, quien a través de un “¿y yo por qué?’’, eludía responsabilidades, no pudo leer su último informe ante el Congreso, que también le negó el permiso de viajar a Asia.
Su empeño desplegado para mantener al PAN en el poder no le valió el reconocimiento interno. En 2014 dejó el partido.
Fuente: jornada.com