Nuestro país debería tomar nota de Brasil en cuanto a temas de seguridad pública y corrupción. Juan Pablo Spinetto lo explica.
Apenas unos días después de que a finales de 2010 me mudara a Río de Janeiro como corresponsal de Bloomberg, el ejército brasileño entró en el Complexo do Alemão, un conjunto de favelas al norte de la Cidade Maravilhosa.
Había vivido casi una década en Europa y el contraste no podía ser mayor: miles de militares y policías en las calles y una ciudad en tensión. La operación terminó ese día con las fuerzas de seguridad tomando control y colocando la bandera brasileña en lo alto del Complexo.
Recuerdo mi sorpresa ante el simbolismo de usar la bandera como si se tratara de una invasión a territorio extranjero y la simplificación de que el narco podría derrotarse con apenas unas jugadas militares.
Pero los cariocas estaban ávidos de seguridad y el gobierno parecía dar resultados. La euforia era difícil de contener.
Avancemos ocho años y tenemos a Jair Bolsonaro, carioca por adopción, exmilitar y ultranacionalista, a las puertas de convertirse en el presidente de la segunda mayor economía de América con una plataforma que incluye armar a los brasileños para su autodefensa. Mucho pasó entre aquella época y ahora. Brasil decepcionó a sus ciudadanos como uno de esos desamores que son imposibles de reparar: su economía, que prometía ser el pulmón emergente, se hundió en la peor recesión en un siglo. Buena parte del establishment político, incluyendo figuras veneradas como estrellas de rock, terminaron siendo cómplices del mayor escándalo de corrupción del continente. Y las políticas de seguridad y lucha contra el crimen colapsaron, provocando una crisis de inseguridad sin precedentes, incluyendo a zonas como Alemão. Hoy, Brasil registra más de 60 mil homicidios por año, la mayoría de ellos impunes.
Esta gran desilusión quizá explica el resultado histórico del 7 de octubre, cuando el mensaje polarizador y extremo de Bolsonaro —que incluye amenazas de ejecutar a sus rivales políticos—, se tradujo en una enorme victoria electoral. Independientemente del resultado de la segunda vuelta, Brasil comienza un nuevo e incierto capítulo.
México, que comparte con Brasil el enorme desafío de mejorar su seguridad pública y disminuir sus alevosos niveles de corrupción, debería tomar nota de lo que ocurrió con el gran vecino del sur en la última década. El no satisfacer las expectativas de cambio real de la población puede tener a largo plazo consecuencias políticas imprevisibles.
Fuente: elfinanciero.com