El reciente arranque formal de las elecciones presidenciales en los EE. UU. en noviembre del 2020 no augura mejores tiempos. En un esfuerzo de síntesis podría decirse que habrá disputa entre tres proyectos: el de populismo fascistoide de Donald Trump, el de populismo estilo Chávez de los demócratas estatistas y el de populismo neoimperialista de la vieja élite del poder.
El fondo de los tres proyectos no es otro que el de la reconsolidación del capitalismo hegemónico, expoliador e imperialista: Trump con el regreso de la grandeza del imperio estadunidense de sus mejores tiempos, Joe Biden como el representante de la burocracia del poder demócrata-republicana y Bernie Sanders como el multimillonario que quiere el “socialismo” para los EE. UU. Los tres tienen el objetivo de mantener el dominio imperial de la Casa Blanca, como se vio en los ocho años de gobierno de Barack Obama que fue electo como primer presidente afroamericano y terminó siendo el salvador del capitalismo depredador del dólar.
El error común consiste en suponer que los EE. UU. son el “faro de libertad y prosperidad” del planeta. En todas sus expresiones ideológicas –con excepción del marxismo radical minoritario–, las corrientes estadunidenses buscan mantener el dominio económico, comercial y militar de los EE. UU. Sanders, por ejemplo, sólo quiere un sector salud estatal y mayores –no muchos– impuestos a los ricos. Y Biden aspira a un trumpismo sin Trump. Como empresario, Trump quiere de nuevo el endiosamiento de la empresa privadaestadunidense sin compartirla con tratados comerciales con otros países.
La parte que debe atraer la atención analítica está en la sociedad. Luego de los bandazos pendulares de Nixon, Carter, Reagan, Clinton, Bush Jr., Obama y Trump, nada nuevo augura la elección presidencial en los EE. UU. Gane quien gane de los veinte precandidatos demócratas, la candidatura republicana de Trump y algún despistado como independiente, el escenario mundial en nada cambiará, y menos si se prevé un Putin para más años, un imperialismo comunista chino latente y una crisis religiosa-territorial en el Medio Oriente. La Unión Europea lucha por sobrevivir a sí misma, antes que pensar en salvar al mundo.
La sociedad norteamericana atraviesa por una etapa de crisis ideológica, mezclada con crisis de identidad y crisis de su (in)justificación moral. Nada menos que tres crisis simultáneas. Un dato que ha atraído poco la atención mundial debiera de centrarse en el análisis: las protestas de jugadores afroamericanos en ceremonias de partidos hincándose como protesta por la represión racial, pero con efectos de rupturas del consensoceremonial del viejo imperialismo consensuado con la sociedad beneficiaria del militarismo: la falta de respeto al himno sería el primer paso hacia la desarticulación del discurso social imperialista.
En círculos políticos y académicos estadunidenses ha comenzado a darse una curiosa relectura de Historia de la guerra del Peloponeso, del militar Tucídides. Las primeras informaciones revelaron que uno de los promotores de esa relectura fue Steve Bannon apenas llegando a la Casa Blanca. El eje de lectura radica en las razones de la guerra a partir del discurso de Pericles a las viudas de los soldados muertos en esa guerra: defender la democracia ante el acoso externo.
En su Estrategia de Seguridad Nacional de diciembre del 2017 –poco leída y menos analizada–, Trump señala que su meta es mantener y acrecentar la grandeza del american way of life o modo de vida estadunidense, nada menos que la doctrina militar que ha justificado invasiones, derrocamientos de gobiernos y prioridades comerciales. En este sentido no hay mucha diferencia entre lo que hizo Obama para mantener el dominio estadunidense y lo que hace Trump. Y la propuesta del millonario socialista Sanders no va más allá de la agenda de salud.
Obama puede ser un buen laboratorio de análisis geopolítico. En su discurso en Berlín en la parte final de su campaña dibujó un nuevo mundo más justo, pero nada de ello concreto en sus ocho años de gobierno. Lo peor fue el reclamo de sus seguidores pobres y afroamericanos en 2016 cuando votaron por Donald Trump y no por Hillary Clinton. O el desencanto social por Clinton cuando los electores prefirieron a Bush Jr. y no a Al Gore. En ambos casos, los candidatos tuvieron cierta lucidez para interpretar el papel de los EE. UU. en la construcción de un nuevo planeta, pero terminaron hundidos en guerras absurdas y capitalismos en crisis.
Lo que se percibe son ciertos indicios de rasgaduras en el traje imperial de la Casa Blanca provocadas por el estilo atrabancado de Trump. Pero en el fondo, se trata del mismo imperialismo explotador, militarista y parcial de la Casa Blanca. Se trataría del modelo Vietnam: intervenir militarmente en otras naciones para impedir estructuras económicas contrarias al capitalismo. Lo hicieron Bush, Obama y Trump en Irak: imponer las reglas de la democracia capitalistas en Irak y Afganistán, a sangre y fuego, con la argumentación de represiones femeninas talibanas.
Pero cada vez mayores sectores sociales estadunidenses tienen cargos de conciencia sobre el imperialismo peloponesíaco –para llamarle de algún modo–: combatir a los demás para mantener sus propios modos de vida. El multimillonario socialista Sanders, por ejemplo, nada ha dicho sobre la política militarista que llevaría en la Casa Blanca, sabedor que el american way of life depende la expoliación de otras naciones. Esa sociedad con cargo de conciencia no tardará en ajustar cuentas con la amnesia geopolítica de Sanders.
Las sociedades comienzan a desarticularse cuando pierden el consenso de sus objetivos de existencia en el mundo. Trump puede ser el catalizador de una sociedad cerrada en sus objetivos de dominación, pero acosada por las protestas de una sociedad que comienza a tener cargos de conciencia. Las elecciones presidenciales de noviembre del 2020 podrían dar indicios del grado de deterioro del consenso social imperial de los EE. UU.