Una de las palabras que más desconfianza y desprecio genera es la palabra “retórica”.
El desprestigio se lo ha ganado a lo largo de los años, incluso a lo largo de los siglos.
Desde que Platón le llamó “retórico” a Gorgias en su famoso diálogo, comenzaron las desventuras de la retórica.
Desde aquella época y hasta nuestros días a la retórica se le asocia con diversas cosas, negativas todas ellas: demagogia, arte del engaño, lenguaje ampuloso, discursos huecos o vana palabrería.
Incluso nuestro diccionario Real, la define como “vacuo, faltó de contenido”, o como “sofisterías o razones que no son del caso. No me venga usted a mí con retóricas”.
La función conferida a la retórica quedó entonces reducida a la confusión, al engaño o a la pérdida de tiempo, a la habilidad de decir lo menos con el mayor número y las más adornadas palabras.
Nada más alejado de su real significado y de su invaluable utilidad. La retórica, no sólo como concepto, sino en su estudio y práctica necesita represtigiarse.
Desde su origen con Aristóteles hace más de dos mil años, su naturaleza es la misma, no ha cambiado sustancialmente. Y es una de las disciplinas más nobles, fecundas y eficaces que puede estudiar el ser humano.
La retórica es la ciencia del discurso. Allí donde hay lenguaje hay retórica y la realidad está formada sustancialmente de lenguaje. No existe aquello que no puede ser nombrado.
La retórica nos enseña el uso correcto de las palabras, no sólo en su gramática y su sintaxis, sino en aquéllas dimensiones necesarias para que se conviertan en instrumentos de cambio social.
Y es que las palabras tienen el poder de transformar la realidad. Por eso la retórica también es el estudio de los argumentos, aquellos razonamientos que tienen la finalidad de persuadir y de mover a la acción.
En la antigua Grecia enseñar y aprender la retórica era lo cotidiano. La retórica era parte de la vida misma, porque las decisiones se tomaban después de haber escuchado en el ágora a los oradores.
Y ahí convencía el que hacía mejor uso de las palabras. Pero la retórica no se ocupaba de cualquier discurso, sino del buen discurso, aquel que no podía prescindir del carácter bueno y justo de quien la pronunciaba.
Tan importante para la retórica era la lógica como la ética. El buen discurso era aquel destinado a conseguir altos fines o sentencias justas en los tribunales. Y por ello los mejores discursos eran los más comprensibles, breves y bien estructurados.
En la Grecia clásica los acusados tenían que defenderse a sí mismos frente al jurado, y las decisiones políticas se tomaban previa deliberación oral.
No fue sino hasta 1950 que Theodor Viehweg desempolvó la reinterpretación aristotélica y nos regaló la retórica tal como fue en su origen. Chaim Perelman continuó la obra de redescubrimiento, que hoy podría estar completa pero desconocida.
Viehweg y Perelman redescubrieron la retórica desde el campo de estudio del derecho. Y por ello uno de los campos más fructíferos a la hora de su correcta enseñanza y aplicación es el de los juristas.
Antes que estudiar la “argumentación jurídica” como especie, se debe estudiar la “retórica” como género.
Y en los tiempos modernos se debe poner especial atención en la forma oral de expresión del discurso que es la oratoria.
Los abogados están obligados a aprender retórica y Oratoria por la elemental razón de que en el futuro cercano todos los procedimientos jurídicos serán eminentemente orales.
Ya no tendrá la ventaja temporal y reflexiva que regala la argumentación escrita. El abogado y el juez deberán (como de hecho ya se está haciendo, aunque deficientemente) argumentar y contra argumentar en el instante y cara a cara con lo que la abogacía será cada vez más -como atisbó Couture – una lucha de pasiones.
El primer paso deberá ser entonces la inclusión de la retórica y la oratoria forense como materias en el plan de estudios de todas las escuelas de derecho que siguen hoy formando abogados codigueros y sin capacidad argumentativa.
*Magistrado de la Sala Constitucional y Cuarta Sala Penal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca.