Quizá la principal lección que ofrece el arranque del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador se localiza en la (in)existencia de un puente de plata entre los deseos y la realidad. Y es probable que los primeros días de gobierno sean un laboratoriosociopolítico para analizar el funcionamiento de la relación entre el Estado y la sociedad.
López Obrador ganó el 53% de los votos el pasado 1 de julio, cifra que no se veía en elecciones presidenciales desde 1982. Pero de 1917 a 1982, la votación a favor de candidatos de la élite política de la Revolución Mexicana tuvo un promedio de 90%. Los presidentes de 1988 a 2018 –cinco elecciones en total– lograron un promedio de 42%.
En materia legislativa, el PRI mantuvo hasta 1982 la mayoría calcificada de dos terceras partes para reformar por sí mismo la Constitución, de 1985 a 1991 afianzó la mayoría absoluta mayor a 50% y de 1997 a 2015 logró la primera minoría con bancada menor a 50% pero con alianzas para sostener mayoría absoluta.
Estos datos refieren el tamaño de la victoria de López Obrador: mayoría absoluta en votación presidencial y su partido con mayoría absoluta de 52% en la Cámara de Diputados.
Pero…
El sistema político mexicano no se maneja sólo por cifras, sino por una estructura legal que a veces no es correspondiente con las votaciones legislativas. Los presidentes Salinas de Gortari (1988-1994) y Enrique Peña Nieto (2012-2018) no alcanzaron la mayoría absoluta para su partido en el Congreso, pero con habilidad política construyeron alianzas para tener una mayoría calificada que les permitiera modificar la Constitución en temas delicados como las privatizaciones. Los gobiernos panistas de Fox y Calderón (2000-2006 y 2006-2012) pactaron con la bancada del PRI y también modificaron la Carta Magna.
El problema de López Obrador radica en su condición de caudillo, no de líder político; comenzó a tomar decisiones de gobierno aún antes de haber jurado legalmente el cargo, a costa de crear sobresaltos en la estabilidad de la burocracia. Su bancada asumió la mayoría legislativa desde el pasado1 de diciembre y aprobó con rapidez leyes complejas que requerían cierta dosis de negociación con la oposición y con la sociedad.
López Obrador está moviéndose como líder de masas en campaña y no como jefe del ejecutivo federal. Tres decisiones le han complicado su comienzo legal: la cancelación del aeropuerto en la zona de Texcoco –goteras de la ciudad de México–, una ley de salarios que coloca el salario nominal presidencial de 108 mil pesos mensuales –algo así como 4 mil 500 euros– como tope para todos los salarios del sector público, los tres poderes y los funcionarios de organismos autónomos del Estado y la aprobación del presupuesto de egresos para 2019.
Loas tres han generado efectos negativos: la pérdida de confianza de inversionistas que compraron bonos del aeropuerto y que pueden perder 10% de su inversión, una orden de la Suprema Corte para congelar la ley salarial cuando menos 2019 y la preocupación inclusive en su propio gabinete económico por el volumen de gasto que implicaría un déficit presupuestal de 5% o más, con nocivos efectos inflacionarios-devaluatorios.
Lo interesante del caso de López Obrador no radica en la llamada curva del aprendizaje del costo social, político y económico que debe de pagarse para aprender a usar el poder. Lo significativo se localiza en el tránsito de un ciclo de gobiernos neoliberales (1983-2018) a un nuevo periodo populista como mezcla de presidentes que gobernaron –decían– para el pueblo de 1920 a 1982. En resumen, los gobiernos neoliberales ajustaron sus expectativas a la estabilidad del mercado y los populistas decidieron en función de las necesidades del pueblo. Cada uno de estos dos grandes ciclos del México moderno tuvo sus condiciones, circunstancias y posibilidades.
El punto más sensible del gobierno de López Obrador estará en el manejo macroeconómico. Su encargado de gasto ya fue cesado a siete días de haber tomado posesión porque le dijo al presidente que el ingreso no alcanzaba para el gasto que quería el nuevo mandatario. El marco macroeconómico estabilizador requiere de mayor control: 2% de PIB, 4% de inflación y 1% de déficit público. Su configuración ha partido de la meta de inflación y se han acomodado las otras variables. López Obrador quiere que México crezca a 4% del PIB y tenga gasto social nuevo de 1% del PIB y que las demás cifras se acomoden. Y su meta está fijada sin cambios en las fuentes del gasto: deuda, impuestos y ganancias de empresas públicas.
El tránsito de una economía estabilizadora a una economía populista definirá el rumbo del modelo populista de López Obrador. Los gobiernos populistas de Cárdenas (1934-1940), Echeverría (1970-1976) y López Portillo (1976-1982) iniciaron con gasto financiado con déficit y a la mitad de su sexenio estaban metidos en problemas inflacionarios y devaluatorios.
El problema ha radicado en el manejo presidencial de las finanzas públicas con criterios políticos y populares y no técnicos. Los populismos latinoamericanos entraron en crisis y colapsos cuando decidieron la economía con razonamientos políticos. Y el problema no radica en que por fuerza la economía deba imponerse sobre la política, sino en la realidad de que la política suele causar estragos económicos.
La función del estadista consiste en equilibrar política y economía. Y en definir modelos de desarrollo en función de políticas económicas especificas. Las crisis económicas prueban el error de cuando la política avasalla a la economía.